Por Reynaldo Sietecase
A bordo de un trineo volador, tirado por ocho renos, viajando desde
el Polo Norte viene Papá Noel con una bolsa enorme repleta de regalos.
No le importa el calor sofocante del hemisferio sur. No se le caen ni el
gorro ni la risa de trueno. No sufre la ausencia de chimeneas. Puntual y
eficiente, viene.
Es verdad que no llega para todos de la misma manera.
En eso se parece al capitalismo que lo convirtió en figura emblemática
del consumo. Sus regalos no están a la altura de la bondad de los
infantes sino de la capacidad económica de los padres. Pero su leyenda
no tiene ateos.
Recibir regalos es una de las experiencias más
agradables de la vida. Era tan necesaria su presencia en este reino de
usureros y abstemios, que hubo que inventarlo.
El verdadero San Nicolás era un obispo turco ―si bien no faltan los
herejes que dudan de su existencia― nacido en el año 280 en la ciudad de
Patara, Licia, una región boscosa de Asia Menor.
Se dice que era hijo
de una familia muy rica. Se ordenó como sacerdote a los 19 años cuando
murieron sus padres. Al poco tiempo se convirtió en obispo. Tal vez por
su juventud o por su amor por los más pequeños, lo llamaban “el obispo
de los niños”. De hecho les legó su fortuna personal. Se le atribuyen
varios milagros, entre ellos la resurrección de un marinero egipcio.
La historia a partir de la cual se construyó la leyenda cuenta que
vivían en Patara, tres niñas que no podían aspirar a casarse debido a
que su padre era muy pobre y, se sabe, sin dote no había pretendientes
ni nupcias. El hombre, con todo pesar, había pensado en venderlas a
medida que alcanzaran la edad de casarse.
Cuando San Nicolás se enteró de tan triste situación, decidió
intervenir: cuentan los creyentes que cuando cada niña alcanzó la edad
suficiente, en complicidad con las sombras de la noche, el obispo fue
dejando dinero dentro las medias que las jovencitas colgaban cerca de la
ventana para que se secaran.
Otra versión indica que el obispo Nicolás arrojó oro por la boca de
la chimenea de la casa de las niñas. Lo cierto es que la leyenda se
extendió desde el Oriente católico a toda Europa primero, y después por
el resto del mundo. Cualquier regalo inesperado era agradecido a San
Nicolás. Su función de repartir obsequios, por demás agradable, le
regaló a cambio el fervor popular. De hecho, se han levantado en
homenaje a San Nicolás más iglesias que en recuerdo de cualquier otro
santo.
A partir de esa figura básica de un hombre alto de barba gris y traje
blanco, mezclada con las creencias nórdicas del Padre Invierno, lo
gnomos y los ancianos generosos de Alemania, se terminó de delinear el
personaje. Los holandeses instalados en la costa este de los Estados
Unidos lo llevaron a América.
A comienzos del siglo XIX el escritor
Washington Irving comprendió que un obispo no tenía mucho que ver con
las tradiciones de esa parte del mundo, lo desvistió de sus ropas
clericales y lo transformó en un holandés bonachón, “Guardián de Nueva
York”. El holandés Sinter Klaas (San Nicolás) se convirtió rápidamente
en el anglosajón Santa Claus. Está claro que todo se transforma.
Fue el dibujante Thomas Nast, un inmigrante alemán radicado en los
Estados Unidos, quien en 1862 se acercó con sus trazos a la figura
actual. Si bien los primeros dibujos de Nast lo mostraban como un gnomo
barrigón, sus diseños lo imaginaron cada vez más alto.
En este proceso
San Nicolás perdió definitivamente su origen religioso para convertirse
en personaje neutro, a la medida de la sociedad industrial. Ese cambio
garantizó su expansión. Santa Claus regresó a Europa donde se fusionó
con Father Christmas, celebrado por los ingleses. En Francia, el Padre
Navidad se transformó en Papá Noel, así llegó a España y después a toda
Hispanoamérica.
Osvaldo Soriano, casi un Papá Noel de la literatura, además de ser un
excelente narrador era un gran tipo. Ninguna de estas dos verdades es
un gran descubrimiento para sus lectores o amigos. El humor de Soriano
era fino y contundente.
La última postal que me envió, meses antes de
morir, lucía la imagen de Papá Noel: gordo, con su barba y bigotes
blancos, su traje rojo y una botella de Coca-Cola en la mano. Alguna vez
Soriano escribió una crónica memorable sobre la historia de la bebida
más popular del mundo capitalista.
Es que la imagen actual del
entrañable personaje navideño fue perpetrada por los creativos de la
bebida cola. Una imagen tan popular no podía soslayarse a la hora de
programar las nuevas campañas de ventas. En 1931, Habdon Sundblom
transformó al gnomo de Nast en el gordinflón agradable que todos
conocemos. Como era previsible, manchó su traje con los colores de la
compañía y le encajó una botella de gaseosa en la mano derecha.
Sin preguntarse por el origen de la leyenda, despreocupadas y
generosas, miles de personas se convierten cada Nochebuena en Papá Noel.
A falta de chimeneas utilizan como plataformas terrazas y balcones.
Barbas de algodón, toques de rubor en las mejillas, trajes de raso rojo,
barrigas de almohadón y grandes dosis de entusiasmo. Las mamás Noel
prefieren el silencio para que no las reconozcan, los hombres una voz
cavernosa y distorsionada. Es una escena de amor festejada por chicos y
grandes.
“Somos los antipaladines: gordos y viejos, cuando la sociedad dice
que hay que ser joven y fuerte para triunfar. Esa noche ganamos
nosotros”. La definición es de Helio Migliore, operador de la Central de
Emergencias de Rosario. Helio, que se recibió de periodista, es Papá
Noel desde hace dos décadas.
Primero se disfrazaba para su familia y
después, ante innumerables pedidos, se transformó en el abastecedor de
las sonrisas de muchos hogares de la República de la Sexta, uno de los
barrios más lindos de Rosario. Los vecinos solo deben llamarlo y tener
preparada la bolsa de tela roja.
En esos menesteres no solo estacionar
el trineo es un problema. Helio cuenta que una vez iba de recorrida con
el auto en plena Nochebuena y dobló en “U” porque llegaba tarde a una
casa. Enseguida lo detuvo un agente de tránsito: “Cuando me vio con el
traje no lo podía creer. Antes de que reaccionara le dije ‘no me detenga
agente, soy Papá Noel’, y por supuesto, me dejó ir”.
No recuerdo cuándo descubrí la operación navideña organizada por mi
familia. Pero mantengo entre mis recuerdos más queridos la imagen de
Papá Noel deslizando con cuidado de asaltante la bolsa de regalos desde
el techo del garaje donde nos reuníamos cada Navidad. Y conservo, desde
entonces, el temor a lo inesperado, la perplejidad de mis primos, la
risa de mi madre, la ilusión de una noche blanda con regalos y amores
que llegaban del cielo.
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