EL CUENTO CORTO DEL DOMINGO: La patota del geriátrico


taxi-mail
–El reloj marcaba las cuatro cuando me desperté –explicó el comisario Petorutti–. Mi nieto Julioscar acababa de llegar y todavía era de noche, de lo que deduje que no había estado durmiendo la siesta. Madrugar más de la cuenta es uno de los daños colaterales de la vejez. Lo desubica a uno.
Hasta Ferraresi había abandonado la contemplación de las burbujas de colores del protector de pantalla de su monitor y miraba intrigado al comisario Petorutti. Más allá, el Niño Ramírez no conseguía cerrar la boca.
–Intenté trazar un cuadro de situación –prosiguió Petorutti–. En la cocina, mi nieta Rita comía pasta frola con una amiga. Ambas reían tontamente, como suelen hacer las niñas. Julioscar les pidió un cigarrillo, pero se limitaron a convidarle del que fumaban. Desayuné, o acaso merendé, me di un baño, me puse mi mejor traje y sin darme cuenta cómo había sido, ya terminábamos de cenar. Se me había hecho tarde, aunque no recordaba muy bien para qué. Rita me preguntó a dónde iba. Yo ya me había puesto el sombrero y me aprestaba a salir. Contesté lo primero que me vino a la mente: “A darle mis respetos a una anciana”, le dije. “Está internada en un geriátrico”. “¡Qué copado!”, exclamó Rita. Y acá me ve.
¿Qué podía decir?
–Lo veo –dije.
El comisario asintió. Él también me veía a mí.
–Mi nieta está abajo, esperándonos, Delmonte.
–Monti –corregí.
El comisario volvió a asentir.
–Bueno, vamos, que no tenemos todo el día.

No teníamos nada del día: cuando el comisario entró en la redacción con aire extraviado, yo ya recogía mis cosas, listo para irme. Además ¿para qué teníamos todo el día?
El comisario bufó, fastidiado.
–¡Pero usted no se acuerda de nada, Delmonte!
El comisario se volvió hacia Ferarresi.
–Tenemos que presentarle nuestros respetos a la viuda. Y él mismo –ese venía a ser yo, a juzgar por el arco que trazó peligrosamente el bastón del comisario– se comprometió a visitar en el geriátrico a la madre del ascensorista.
–Siempre hace lo mismo –contestó Ferraresi con aire apesadumbrado.
–¡¿Por qué no te callás la boca?!
El comisario dio un violento golpe con su bastón contra la tapa de mi escritorio.
–¡Acá no nos venga a matonear, Delmonte! Y póngase de pie ya mismo, que está llegando mi asistente.
El dibujante Ramón Palonski acababa de entrar a la redacción y caminaba atolondradamente hacia nosotros.
–¿Qui hací, vago?
Ignoro si Mariani lo escuchó o si los cordobeses poseen un sexto sentido que les permite percibirse por alguna clase de vibración o efluvio que irradian, azufre o algo parecido, pero de inmediato se asomó a la puerta de su despacho y carraspeó.
–¿Qué está por hacer, Monti?
–Yo ya me…
–Vamo a acompañar al viejito –exclamó Palonski–. Nosabí: tenemo entre mano un casaso que ni el Sherlo Jol.
La comisura derecha de la boca de Mariani pugnaba por saltar hacia atrás y hubo en sus pupilas un destello de sadismo finalmente controlado.
–Espero que esté a la altura de las circunstancias, Monti: usted es el rapsoda, el poeta, el Homero del comisario Petorutti. Y Palonski, nuestro Michelangelo Buonarotti.
–Se nos está haciendo tarde –dijo el comisario.
Amagué una protesta. Mariani esta vez sonrió:
–Como ustedes bien saben, la Sanzar ha confirmado que a partir del año próximo los Pumas participarán junto a los Springboks, los All Blacks y los Wallabies en el “Rugby Championship”, la emocionante e innovadora competencia que reemplazará al señero Torneo de las Tres Naciones.
Nadie tenía la menor idea de lo que hablaba, pero todos asentimos.
–El subdirector García Rodríguez arde en deseos de enviar un cronista especializado a cubrir este magno evento… Nadie mejor que usted, Monti, a no ser que esté abocado a la redacción de las memorias del comisario Petorutti…
–¡Presente! –dijo el comisario adoptando la posición de firme.
Suspiré con resignación y caminé detrás de Palonski y el comisario.
–Dale mis saludos a la viuda –escuché decir a Ferraresi.
Apenas salimos del ascensor en la planta baja una jovencita vino a nuestro encuentro.
–Al fin llegás, abue.
Rita llevaba una falda tableada tan corta que los desorbitados ojos de Palonski parecieron saltar por delante de los gruesos cristales de sus gafas.
–Mamasa –susurró a su modo bochinchero–. Esta chichí está más güena quil dulce e leche.
El comisario siguió encabezando la marcha rumbo a la calle y paró un taxi. Palonski me codeó:
–Nero, ite sentando adelante, así me acomodo al lado de la vaga. La viase ve las estreia, lo asteroide y todo lo planeta, digamo.
Comprendí vagamente el extraño mensaje y me senté junto al chofer.
–Agarre por el bajo –ordenó el comisario.
El chofer dobló a la izquierda.
–¿A dónde vamos? –preguntó.
–Indíquele, Delmonte.
¿Qué?
Me volví en el asiento cuando empezó a sonar el celular ¡Otra vez el señor Wong!
–¿Cómo no me infolmó de la patota docente?
–¿Qué patota?
–¿Doblo a la derecha o a la izquierda? –preguntó el taxista. Nos acercábamos velozmente a Paseo Colón.
En el asiento trasero sonó un cachetazo.
–Sacá la mano o te la corto –dijo Rita.
–Los maestlos patotelos que atacaron la legislatula polteña.
–Hiriente la vaga –comentó Palonski como para sí.
–¿Derecha o izquierda? –insistía el taxista.
–No se distraiga, Delmonte y dígale la dirección al chofer.
–Los maestros no atacaron a nadie…
–Dami eso, nero –Palonski me arrebató el celular–, que io me ocupo. Vo atendé el viaje, que nadie sabe pa dónde vamo.
Se echó contra el respaldo y a los puntapiés me mantuvo alejado, impidiéndome recuperar el celular.
–¡Acá  tengo la dirección! –dijo el comisario.
Rita tomó la tarjeta rosada que el comisario agitaba en su mano y leyó.
–¿Estás seguro de que es acá, abue?
–Por supuesto m´hija. Llevo más de 70 años en la Policía Federal Argentina, la mejor del mundo.
Rita se alzó de hombros y le indicó la dirección al chofer.
–Sí, nero, tal cual –decía Palonski al celular–. Los maestro le dieron flor de pateadura a los de la hinchada de fúbol.
–Señor, si no deja de sacudirse en el asiento los bajo a todos acá mismo –protestó el chofer.
–Está hablando con el señor Wong… –le expliqué.
–¿Bono oite decí que la letra con sangre entra? Y bueno, pa eso está la patota sindical docente. ¡La hubiera visto a las diretora ievando de la oreja a los barrabrava!
–Ha tenido usted una excelente idea, señor taxista –dijo el comisario–. La visita de esos jóvenes será motivo de alegría y distracción para los solitarios ancianos.
–¿Sí? –preguntó el taxista.
–Afortunadamente –prosiguió el comisario– traje la cámara de fotos para inmortalizar el momento.
–Como lo oí, culiao: la letra con sangre entra. E la receta del más grande de lo educadore.
Finalmente conseguí recuperar el celular.
–Es una primicia extraoldinalia –se exaltaba el señor Wong– ¿Vio que eu tenía lazón?
–¿En qué?
–La plepotencia sindical –contestó exultante el señor Wong–. Segulo anduvo Moyano pol ahí.
Negué que Hugo Moyano hubiera estado frente a la legislatura porteña.
–¿No es maestlo Moyano? ¿E diletol de escuela? ¿Tem fotos?
–¿Fotos de qué?
–¡Traje la cámara! –se entusiasmó el comisario.
–Cincuenta líneas e moitas fotos. ¿Cuándo lo puede tenel listo?
–Pero no, señor Wong…
–¿No quele mandal fotos? ¿Vocé tamben está complado?
El taxi se detuvo delante de un coqueto Petit Hotel del barrio de Palermo.
Palonski y Rita bajaron del auto.
–¡Tem lazón peliodista Vitolugo Molalele Solá!
–Pero no…
–Pague Delmonte –dijo el comisario, mientras descendía del lado del chofer. El chofer asomó la cabeza por la ventanilla y le guiñó un ojo:
–A su edad hay que chupar menos, abuelo. Y no abusar, que minitas como estas van a terminar llevándolo al cielo, pero de verdad.
–¿Qué minitas? –preguntó el comisario. Levantó la mirada y vio a Rita riendo con Palonski –Ya te voy a dar minitas –murmuró al tiempo que descargaba un violento bastonazo en la cabeza del chofer. Preventivamente, abrí la puerta y bajé.
–¿Y qué quiele decil culiao?
–Hola, hola. No le escucho señor Wong.
Apagué el celular. Ya pensaría en algo para decirle al señor Wong.
El taxista había dejado de gritar, bajó del coche frotándose la oreja enrojecida y vino hacia nosotros. Palonski se interpuso en su camino y comenzaron a forcejear mientras el comisario giraba en torno a ellos buscando un buen ángulo para arrearle al taxista otro bastonazo.
Empecé a retroceder y choqué contra Rita, que había tocado a la puerta del geriátrico. Me di vuelta y me encontré con un enfermero de ajustados pantalones borravino, camisa abierta y un vistoso pendiente brillando en medio de un pecho velludo.
“No parece enfermero”, pensé.
Dentro de la residencia tenía lugar una fiesta, probablemente de disfraces.
Tampoco parecía un geriátrico.
–Venimos a visitar a la viuda del juez –dije.
–El juez está adentro.
Era una respuesta desconcertante, pero no alcancé a reaccionar. Rita pasaba junto al extraño enfermero y detrás lo hacía el comisario. Inmediatamente después lo hizo el torbellino que formaban Palonski y el taxista tomándose a golpes.
El enfermero de pantalones borravino cayó sobre mí.
–Ay –gimió, dirigiéndome una húmeda sonrisa. Tenía los ojos delineados con rimmel y un lunar pintado en la mejilla.
Me lo saqué de encima y el desdichado fue a quedar en medio de la trifulca. Un violento gancho del taxista lo lanzó dentro del salón, a los pies de una mesa sobre la que un hombre regordete en bombacha y corpiño realizaba una parodia de strip tease.
Una mujer corpulenta, con voz de tenor, bíceps de boxeador de peso medio y senos a lo Pamela Anderson se plantó delante del comisario.
–¿Se puede saber quién sos, vejete?
–Comisario Américo Petorutti –contestó el comisario con firmeza–. Policía Federal Argentina.
–¡La cana! –chilló la extraña mujer.
–Y demando ver al juez, de inmediato –agregó el comisario.
El gordito del streaptease levantó la mano con timidez y quedó momentáneamente deslumbrado por el flash de la cámara de fotos del comisario.
–¡Es periodista! –chilló el gordito.
El comisario me señaló por sobre su hombro.
–El periodista es él.
–Abue, rajemos –dijo Rita arrastrando al comisario hacia la salida.
–Mejor nos vamo, nero –susurró Palonski al pasar a mi lado. Se había librado del taxista que en ese momento era rodeado de varios disfrazados.
–¿Así que sos periodista? –lo increpó la mujer de los bíceps de boxeador.
–¡Ese es un impostor! –gritó el comisario desde la puerta–. El periodista es él –añadió, afortunadamente ya en la vereda, lejos de los oídos del boxeador de pechos a lo Pamela Anderson, que se entretenía golpeando al taxista.
Rita y Palonski llevaban en vilo al comisario mientras yo me subía al volante del taxi, que había quedado en marcha.
–Agarre por el bajo –ordenó el comisario.
Coloqué primera y arranqué a toda velocidad.
–Abue, otra vez te olvidaste de tomar las pastillas.
–¿Qué pastillas?
–Sacá la mano –dijo Rita.
–¿Qué mano?
–No era para vos, abue.
–¿Qué cosa?
A las tres cuadras, aminoré la marcha y me volví a medias. El comisario abrió los ojos con asombro.
–¿Qué hace con un taxi, Delmonte? ¿Lo echaron del diario?
–No trabajo en ningún diario –bufé, harto de explicarle que trabajo en una revista.
–Ya me doy cuenta –dijo el comisario–. Pero debería buscarse otra cosa: manejar un taxi se ha vuelto un trabajo muy peligroso.
Asentí en silencio mientras en el asiento trasero sonaba otro cachetazo.

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