EL CUENTO CORTO DEL DOMINGO: Hoy Raúl Scalabrini Ortiz

El crimen de los polvos verdes

por Raúl Scalabrini Ortiz

Volvió ella a los tres días. La esperaba Verdengo, rodeado de un serio señor, de su mujer, que al fin se decidió a entrar, y de dos amigas, muy dispuestas a reírse.

Se intimidó un poco al ver tantas personas; pero como éstas se retiraron discretamente a un apartado rincón, vencida por su ansiedad, llegó hasta él y le entregó con timidez, la cajita arrugada y manchada de sudor. La intensa expectativa relajaba sus músculos y su mandíbula caída le daba una expresión estúpida.
Extendió él una hoja de papel blanco, hizo un pase cabalístico, agitó los brazos en el aire y sin decir una palabra, con los gestos y actitudes lentas, ceremoniosas y rituales con que un sacerdote bebe en la misa el vino del cáliz, volcó el contenido verde en la cajita.
La pobre lavandera abrió sus grandes ojos, sonrió, sus mejillas enrojecieron y, emocionada, sollozó, mientras las señoras ocultaban la sonrisa bajo sus pañuelos.
El espíritu bromista de Verdengo, quiso dar el último toque al espectáculo y echándose atrás y alzando los brazos, le dijo con voz cavernosa:
—El Supremo Triángulo ha querido protegerte con su divina omnipotencia. Quedas libre de daños y de males. Los polvos verdes fulminarán a tu vecino y vivirás sana y feliz.
La risa contenida de las señoras silbaba bajo los pañuelos. Ella lo miró pletórica de alegría, y, agradecida, depositó en su mano, un beso ardiente.
—Ve, mujer, será dichosa, agregó protector, mientras ella salía henchida de esperanzas.
Una de las señoras, comentó:


—Qué gente crédula. Es muy gracioso.
El serio señor, abogado muy reputado en el foro, le replicó:
—Todos nosotros, señora, tenemos algo de esta mujer. Si esta escena se hubiera desarrollado en un ambiente propicio, donde todas las artes contribuyeran a la sugestión y en lugar de ser la protagonista una pobre lavandera, hubiera sido un conjunto de hermosas damas, habríamos contemplado un religioso y emocionante espectáculo.
Ella le miró de reojo y concomiéndose coquetonamente, le dijo con simulado enojo:
—Es usted un hombre grosero.
Trabajaba, Verdengo, al día siguiente, con su nauseabundo material, observando a través del poderoso ultramicroscopio la agitación inútil de los bacilos, cuando entró la lavandera como una tromba. Temblaba su cuerpo entero presa del terror y sus ojos ya saltones, parecían querérsele salir de las órbitas.
—Señor, señor, gritó desde la puerta. Él ha muerto.
—¿Quién ha muerto?, preguntó, sobresaltado.
—Él, mi vecino. Los polvos verdes lo mataron, señor.
—¿Qué dices?, exclamó, levantándose.
—Sí, señor. Mi vecino murió esta mañana. Lo mataron los polvos verdes, como usted dijo.
Julio Verdengo, el distinguido químico, no salía de su asombro.
—Cálmate, le dijo, y cuenta. ¿Qué ha pasado?
La lavandera no podía hablar; movía los labios, se desesperaba y no articulaba una palabra. Le dio bromuro, la hizo sentar, la calmó.
—Ayer a la tarde, contó, a la hora en que sacó los polvos verdes, mi vecino cayó enfermo. Cuando llegué ya estaba grave. Ha muerto esta mañana. Nadie se explica su muerte. Yo sola sé, señor, que fueron los polvos verdes, que fue el Triángulo.
La cuestión era grave y Verdengo temió por las consecuencias; podían complicarlo como embaucador. Comprendió el error cometido. Se dio cuenta de que no es posible jugar con la ingenuidad humana, sino dentro de lo legal. Para evitar la divulgación, siempre en uso de la misma farsa, la agarró con rabia por los cabellos, la sacudió hasta arrancarle lágrimas y le dijo:
—El Santo Triángulo te habla, escucha: Comprende bien lo que te digo, porque en ello va tu vida. Lo que ha pasado entre nosotros, la caja de los polvos verdes, la causa de la muerte, todo ¿entiendes? debes guardarlo en el fondo de tu conciencia. Si alguna vez te acuerdas de ello, delante de alguno, el Santo Triángulo te fulminará, como a tu vecino, ¿entiendes? No digas nada a nadie, ni a tus hermanos, ni a tu padre, ni a tu marido, en ello va tu vida. ¡Vete! ¡Vete!
Se fue aterrorizada, estrujando la medallita y murmurado una oración. Verdengo recobró la calma en la seguridad de que nunca diría nada; pero no pudo continuar trabajando. Cerró el laboratorio y fue al estudio. Su mujer le preguntó al paso:
—¿Qué le sucedía a la lavandera?
—Zonceras, contestó evasivo.
Rodeado de los libros, que guardan celosamente la crónica y el detalle de los secretos arrancados a la naturaleza, en una lucha larga y penosa, le abrumaba el pensar en el sinnúmero de secretos que aún permanecen desconocidos. Ellos resumen el estado del progreso actual de la humanidad y ese resumen, por su pequeñez, le pareció ridículo cuando lo relacionaba a los infinitos problemas que la vida presenta. Su ignorancia de las leyes que rigen la casualidad, leyes cuya intuición tenía recién, llenaban su espíritu de ansiedad. Se veía idéntico a la lavandera, idéntico a los viejos e ignorantes personajes bíblicos, a los sencillos egipcios y a los intuitivos hindúes. Sus balbuceos de ciencia no satisfacían su curiosidad, ni calmaban su imperiosa necesidad de tener fe.
Quiso revisar sus conocimientos, establecer una línea divisoria, y la imposibilidad de hacerlo y la angustia de su ignorancia llevaron a su cerebro una imagen de la humanidad, débil y deleznable, avanzando a ciegas por los tortuosos senderos del destino.
Cuentos Telam

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