EL CUENTO CORTO DEL DOMINGO: Culpa de la arginina


arginina_img
Miré a mi alrededor, pero como desde una grúa, a través de una cámara con gran angular. En medio del grupo que corría por un estrecho corredor, también estaba yo. Pero no vayan a creer que me veía: me sentía. Porque también estaba abajo, entre los travestis.
Las travestis –corrigió el comisario Petorutti.
Quedé deslumbrado por el estallido de un flash.
–Si son hombres que se visten de mujer, son los travestis –dije–. Las travestis son las mujeres que se travisten de hombre.
–¡Chovinista sexista homofóbico! –me increpó el comisario. Y me tomó otra foto.
El comisario corría a mi lado, vestido de comisario, pero de civil. Me refiero a que no llevaba pulseras, collares, pollera y zapatos de taco.
Me miré a mí mismo, desde abajo, de la misma manera que cualquiera puede mirarse a sí mismo sin tener un espejo a mano. Me vi la panza, los pantalones, los mocasines. Al menos no llevaba minifalda fucsia, como Palonski.
El dibujante Ramón Palonski surgió a mi lado, con peluca, su enorme boca pintada de rabioso carmín y los inconfundibles anteojos de seiscientas mil dioptrías a través de los que me dirigió una mirada desquiciada.
–Nero, no sabí el fiestón que vamo‑a‑hacer.
–No, no.
Me vi arrastrado del brazo por dos enormes fisiculturistas maquillados con esmero, llamativos vestidos y collares de perlas
hacia una puerta al final del largo pasillo por el que corríamos. Por un momento, pareció que no la alcanzaríamos jamás; al instante siguiente, estaba tan cerca que creí estrellarme contra ella.
El o la o lu fisiculturista de mi izquierda, súbitamente idéntico o idéntica a Marlene Dietrich, alzó una larga pierna, abrió la puerta de una patada y, arrastrado por el tumultuoso grupo, me encontré ante un juez federal, en calzoncillos.
–¡Es periodista! –exclamó el juez.
El comisario le tomó una foto.
–El periodista es él –dijo.
–No, no.
Cuando el juez dejó de restregarse los ojos, deslumbrado por el flash, bajó las manos y pude verlo con claridad.
–¡Pirilo!
El octogenario barrabrava del Racing Club de Avellaneda me encañonó con el índice de su mano derecha:
–¡Ahora te las vas a ver con la Guardia Imperial!
–¡No, no!
Desperté súbitamente.
–Los travestis…
–¿Qué travestis? –rió Cecilia–. Tranquilo. Tuviste una pesadilla.
Abrí los ojos. El agua corría por mi cara.
–¿Qué es esto?
–Agua.
–Ya sé. ¿Cómo mierda se te ocurre tirarme un balde de agua?
–Vos siempre exagerando –se enfurruñó Cecilia–. Fue un vaso.
–¡Es lo mismo!
–La próxima te tiro agua con un balde, así ves que no es lo mismo.
–¡No me tirés nada de agua y listo!


El enojo de Cecilia se prolongó hasta la noche siguiente. Tomábamos un café en la cocina después de que los mellizos se fueran a la cama, lo que en su caso significa quedarse pegados a la computadora obsesionados en un incomprensible juego de guerra ultraviolento. Cada tanto escucho sus gritos.
Esa fue la primera sobremesa en la montaña de años que llevamos de casados que Cecilia se metió con mi cabeza. Con lo de adentro, quiero decir, porque el pelo me lo lavo solito, no me tiño, los hombres adultos no solemos  tener piojos, al menos si hay otras cabezas disponibles. Y no estoy tan loco como para permitir que Cecilia me corte el pelo.
Eso justamente era lo que decía Cecilia, que estoy loco. Pero no así, a lo bestia, como diría cualquiera.
–Tenés que consultar a un profesional –decía Cecilia.
Le expliqué que por orden de Mariani ya veía a un profesional que me esquilmaba 150 pesos por semana para darme el certificado que debía presentar regularmente en la revista.
–Un profesional en serio –bufó Cecilia–. Ese es un chanta.
–¡Es un facultativo serio y responsable! –exclamé.
Sospecho que una señal evidente de demencia es la pasión con la que defiendo las cosas más absurdas. En este caso, al licenciado Fernández, a quien nadie puede llamar serio y responsable ni, mucho menos, “facultativo”.
Cecilia me observó pensativa, unos segundos.
–¿Por qué usás palabras tan antiguas?
–¿Cuál?
–Omar, estás con un serio problema emocional y vas a tener que hacer terapia.
–¡Yo no estoy con ningún problema! ¡Ni emocional ni nada! ¿Y cuál es la palabra antigua? ¿Eh?
Cecilia suspiró, tomó de un block una pequeña hoja de papel autoadhesivo y anotó un número.
–Si querés, pedí turno a este tipo. Es un psiquiatra muy piola.
–¡Yo no voy a ir a ningún psiquiatra! –exclamé.
–Ché, párenla un poco –protestó mi suegro desde el living–. No me dejan escuchar a Tinelli.
–¡¿Y qué es lo que tiene que escucharle decir a Tinelli?! –grité.
–A Tinelli nada –admitió mi suegro–. Es a Pachano. Este tipo es un filósofo.
–¿Por qué no se va a la…?
–¡Omar!
El grito de Cecilia me detuvo a la mitad de la inocente pregunta.
–¿Te das cuenta? Estás mal. Y te volviste insoportable.
¿Yo? ¿Yo insoportable? Era el colmo.
–Yo no estoy metido en la casa rodante de tu viejo mirando su televisión.
–Lo único que faltaba –dijo mi suegro.
–Te peleás con todo el mundo. Y lo peor es que le hacés la vida imposible a tus hijos.
Cecilia me alargó el papel.
–Andá a ver a este tipo.
–No pienso tomar ninguna pastillita –protesté–. Esos psiquiatras están todos locos y te dan pastillas para cualquier cosa. ¿Y a quién le hago la vida imposible?
–A Matías, por ejemplo.
–¿Quién es Matías? Yo no tengo ningún hijo que se llame Matías.
–¿Ves lo que te digo?
No, yo no veía nada. Me refiero a que nada de lo que decía Cecilia resultaba claro, pero, como siempre, terminé agarrándome de las palabras.
–Lo que se dice no se puede ver.
–Matías es el novio de Estela –dijo Cecilia ya con el cassete del reproche colocado y funcionando a todo vapor.
–No es hijo mío –repuse muy razonablemente.
–Hace casi un año que salen y no sos capaz de acordarte del nombre.
–¡Ya dije que no lo quiero volver a ver en esta casa! ¿Dónde se ha visto que se quede a dormir en la pieza de Estela? En la cama de Estela … –agregué sintiendo una columna de lava subir a lo largo de mi esófago
–¡Déjenme escuchar que está dando su fallo Moria Casán! –protestó mi suegro desde el living.
–¡Usted ya me tiene…!
–Shh –dijo Cecilia–. No grites, que te va a oír.
–¿Quién?
–Matías.
¿Cómo? ¿Otra vez se había quedado a dormir en mi casa, en la cama de mi hija?
Me incorporé violentamente.
–¡Ya me va a oír ese zángano!
–Das un paso más y dormís en el patio –dijo Cecilia sin alterarse. No sonó a amenaza sino a pronóstico.
–Encima que se cepilla a la nena y me toma el pelo, me tengo que quedar en el molde –argumenté, ya sin mucho énfasis.
–¡Qué burro que sos! ¡Qué asqueroso! ¿Cómo podés hablar así de tu hija?
–No estoy hablando de mi hija sino del zángano…
–No sé cómo no se te cae la cara de vergüenza.
Yo ya estaba perdido, completamente extraviado en los laberintos de la mente femenina. ¿De qué tenía que avergonzarme ahora?
–¿Qué hice? –pregunté, sinceramente intrigado.
–Al final mi papá tenía razón.
–Yo le dije –acotó mi suegro desde el living.
–¡Usted no se meta! –grité. Estaba parado en medio de la cocina con los puños cerrados y sin saber si volver a sentarme, estrangular a mi suegro como si fuera un pajarito o irrumpir en la pieza de mi hija y sufrir un paro cardíaco.
Los ojos de Cecilia se habían llenado de lágrimas.
–Me dijo.
–¿Qué?
Eso. ¿Qué podía haberle dicho ese viejo crápula fuera del nombre del caballo ganador de la cuarta de Palermo?
–Ese gordo gilastrún no te conviene, eso le dije.
–Era flaco –acotó Cecilia.
–Pero era un gilastrún.
Se me nubló la vista mientras todo daba vueltas en cámara lenta a mi alrededor. El mundo había adquirido una tonalidad rojiza.
–A este lo voy a matar –murmuré.
–Lo único que faltaba –comentó Cecilia, curiosamente muy tranquila.
Me detuve y la observé con detenimiento, estudiando sus facciones inalteradas.
–Así que eso es lo que estabas buscando…
Cecilia alzó las cejas y me miró intrigada.
–Eso querías –proseguí–. Me das máquina, llenás mi vida de locos, me querés mandar al psiquiatra, traés al zángano a violar a tu propia hija, me sacás de las casillas y lo invitás a tu viejo a ver televisión porque querés que lo amasije…
–¿A quién? –preguntó Cecilia, al parecer muy divertida.
–¿A quién va a ser? A tu viejo.
Cecilia lanzó una carcajada. Mi suegro no. Se asomó a la cocina.
–¿En serio…?
–Estás loco –siguió riendo Cecilia.
–Ceci, decí que no es cierto –rogó mi suegro.
Cecilia no dejaba de reír.
–Dos pájaros de un tiro quiere matar.
–Están locos –concluyó Cecilia.
–Los hombres ya no servimos para nada –se lamentó mi suegro–. Ni para tener hijos nos necesitan.
–Bueno, tanto como eso… –dije un poco fastidiado por las carcajadas de Cecilia.
–Tratándose de ustedes dos… –reía Cecilia.
–¿Ves? ¿Ves? –dije, como un auténtico bobo.
–Me lo explicó el profesor, que se lo contó un muchacho de Mar del Plata. No sé qué hacen con los óvulos –el esfuerzo por recordar lo que ni siquiera había entendido deformaba las facciones de mi suegro. Al fin se rindió–: Daniel, ¿cómo era eso de los óvulos?
¿Daniel? ¿Cómo Daniel? ¿También el profesor estaba en el living?
El profesor se asomó a su lado, vestido con un enorme pijama anaranjado. Mi pijama anaranjado. Y mirando mi televisión, en mi living, con mi suegro.
“¿Mi suegro?”
¿Qué me estaba pasando? ¿Tendría razón mi vieja? ¿Será la arginina?
–Pe… pero… –balbuceé antes de empezar a boquear como uno de esos peces de ojos saltones de los acuarios– ¿qué hace ahí?
–Estamos mirando a las chicas –contestó mi suegro con naturalidad– y palpitamos la final.
–Vení, Enrique –gritó el profesor, que ya había regresado a mi living–. Te estás perdiendo a Pachano: otra vez se puso a llorar.
Mi suegro se olvidó de los óvulos autosuficientes y corrió hacia el living.
–Seguro que fue la Graciela Alfano…
Miré a Cecilia. Seguía con los ojos llenos de lágrimas, pero no precisamente por la pena.
–¿Será la arginina? –pregunté–. ¿Tendrá razón mi vieja?
Cecilia se atragantó.
–Estás loco en serio…
Volví a sentarme en la silla.
–No estoy loco. Me están volviendo…
–No empecés de nuevo. Sabés que eso no es así.
–No hablo de vos –admití, no muy convencido–, sino de Mariani.
Después de fracasar en su intento de ponerme a cargo de una hasta el momento inexistente sección de comercio exterior, el pérfido Mariani había contratado al pérfido dibujante Ramón Palonski, a quien sospecho un pérfido sobrino suyo, para ilustrar las crónicas que tengo que escribir sobre los casos del comisario Petorutti, gracias a los que ya pasé una noche en una comisaría y ahora ando huyendo de un  juez al que el comisario fotografió mientras hacía un strip tease en una fiesta de travestis.
–Y me mandó a ver al licenciado Fernández.
–Ese chanta…
Por un momento estuve a punto de salir en defensa del impresentable licenciado Fernández. En aras de la convivencia, la dejé pasar.
–Pero además, está Saporiti
–¿Qué es de la vida de ese muchacho? –preguntó con interés Cecilia.
–Ahí anda –comenté, como para no entrar en detalles–, borracho.
–¿Cómo borracho? ¿Cuándo anda borracho?
–Siempre. Pero eso no le alcanzó.
–¿Qué? ¿También se droga?
Me había perdido algo y de golpe me encontraba chapoteando en el laberinto mental de Cecilia.
–¿Quién se droga?
–Saporiti.
–¿Saporiti se droga? –pregunté alarmado.
–No sé, vos dijiste.
–Yo no dije nada.
–Dijiste que andar borracho no le alcanzaba –gritó mi suegro desde el living, secundado por el profesor Daniel Pergiáccomi, que no lo dejaba mentir.
Me desentendí de mi suegro y volví a Cecilia.
–Hablaba de Mariani.
–¿Mariani se droga? –se extrañó Cecilia.
–Nadie se droga.
Mi suegro y el profesor rieron en el living.
–Yo no hablé de ninguna droga –insistí.
–Claro, lo inventé yo.
–Sí, Cecilia, lo inventaste vos.
¿Por qué diablos no podré controlarme?
Cecilia me echó una mirada capaz de congelar el Amazonas.
–A ver, vamos por partes…
–No sé cómo podés trabajar de periodista –dijo Cecilia–, si no sabés contar algo tan sencillo.
No, no me puedo controlar.
–¡Yo sé contar! ¡Sos vos la que no me deja!
–Yo te dije, Ceci –acotó mi suegro desde el living–, yo te dije.
–Yo soy testigo –apuntó el profesor.
Me incorporé derribando la silla.
–¡Usted no es testigo de nada! ¡Si hace tres meses que lo conozco!
–¿Vas a empezar de vuelta? ¿Otra escena?
–¡No hago ninguna escena!
–No hace ni la cena ni nada –dijo mi suegro provocando las risas del profesor.
–Serenate y contame las cosas bien.
–Pero si yo…–Suspiré, me armé de paciencia y traté de continuar mi relato–. Mariani, que quiere joderme la vida…
–Estás un poco paranoico.
–Mariani, que quiere joderme la vida… –insistí.
–Paranoico… ¿eso es lo que le pasaba a los óvulos, Daniel?
–Estás hablando del huevo o cigoto –explicó en tono doctoral el profesor, siempre en el living.
–El huevo cigoto… –repitió mi suegro.
Dirigí a Cecilia una mirada de desesperación. Cecilia asintió.
–Seguí –más que susurrar, movió los labios en silencio.
–… ¿eso no es cuando tenés varicocele?
–Es la célula resultante de la unión del gameto masculino con el femenino…
–¿El varicocele?
–Seguí –insistió Cecilia, ya en voz más audible.
–¿Qué te pasa con los varicoceles, Enrique?
–Te decía que Mariani, para joderme la vida…
Me detuve. ¿Mariani tendría alguna relación con mi suegro y el profesor?
–Es la edad –decía el profesor–. Hay cosas que se agrandan y cosas que se achican, y unas se endurecen y otras se ablandan.
–¿El profesor no será cordobés?
Cecilia frunció el ceño.
–¿De qué hablás?
–Pero al revés de cómo debería ser –bufó mi suegro.
Hice un gesto vago, como apartando una telaraña desplegada entre Cecilia y yo.
–Te decía que como Saporiti…
–A vos no hay varicolece que te venga bien –protestó el profesor.
–… como Saporiti, te decía, como Saporiti no le alcanzó, ahora Mariani me mandó a Lucrecia.
Las líneas en el ceño de Cecilia se hicieron más profundas.
–¿Lucrecia?
Asentí
–Para hacer el horóscopo –Separé unos diez centímetros el índice y el pulgar–. Con una minifalda así chiquita viene. Es por su culpa que sueño…
–¡Sos un viejo verde!
¿Ya les conté que me dejo atrapar por las palabras?
–Lo dijo Giovanni Boccacio: “El hombre es como el puerro: por más blanca que tenga la cabeza, el rabo lo lleva siempre verde”.
–Sos asqueroso…
–En el prólogo antes de la cuarta jornada…
–Ves una chica joven y ya te llenás de baba, como un viejo.
–Los cuentos los fue publicando de a poco y como lo criticaban…
–¡Una chica que seguro podría ser tu hija!
–Te confundís, Ceci. Lucrecia…
–No sé cómo te aguanto.
Cecilia se puso de pie y se dirigió hacia la pieza. Antes de salir de la cocina, en el vano de la puerta se volvió y me echó una larga y despectiva mirada:
–Pensar que yo me casé con un muchacho alto, delgado, buen mozo, rebelde y poeta, y me encuentro viviendo con un viejo verde gordo, reaccionario, corrupto y baboso que tendría que estar metido en una camisa de fuerza.
Dio media vuelta y salió como una tromba. Sentí que me faltaba el aire y empecé a boquear mientras desde el living me llegaban las carcajadas de los dos viejos.

0 comentarios: