El cuento corto del domingo: Hoy Carlos A. Mackevicius

Era un septiembre lluvioso. F se emprolijó el pelo en el espejo retrovisor: un castaño ceniza contrastaba en los ojos vivaces. La cara de nene.
Acaso estuviera nervioso pensando en la abrupta forma en que ahora, de hace un tiempo a esta parte, todo es mas vertiginoso y la posibilidad concreta de la muerte esté mas viva que nunca, ahí, bien cerca suyo.
El gamulán le molestaba en la pequeña cabina del coche. La boca fina, en su cara delgada, seguía jugando con los mechones que caían sobre la frente.
Prendió un Particulares y puso en marcha el auto.
J. Era morocho, la melena abundante, la pinta de pesado. También fumaba. Se acomodaba y se desacomodaba en el asiento.

 A cada rato tanteaba su cintura. Un bigote ancho y prolijo le daba prestancia a unos ojos marrones. Sus facciones ásperas y su piel oscura. Tenía puestas las mismas botas embarradas que usó en la última cuestión, la semana anterior.
F sintonizó la radio y tarareó una zamba, seguía el compás con sus dedos golpeteando suavemente el volante del Citroën.
J estaba perdido a través de la ventanilla.
Pasaron otro buen rato en silencio.
Unos nubarrones cargados acechaban. La tarde le daba paso a la noche en el oeste del gran Buenos Aires.
Tomaron por unas calles de tierra al salir de la avenida. Las casitas eran bajas y amables en apariencia.El ruido del tren sonaba cercano: una locomotora cerca de arrasarlos.
Ojalá que hayan conseguido las cosas. Al mediodía hablé con la Flaca y parece que iba todo bien, dijo F.
J asintió.
Pasaron por la estación a recoger a L como habían quedado: los estaba esperando con el vespertino bajo el brazo y el cuello de la campera levantado, como protegiéndose de la jornada.


Se saludaron cortés pero afectuoso. Como era temprano, los tres muchachos dieron unas vueltas más antes de llegar. Aprovecharon el rodeo para poner al tanto a L de un par de asuntos referidos a la reunión, y luego comentaron entusiastas la repercusión que iba cobrando el curso del movimiento.
Al cabo de unos minutos hicieron una cuadra por Potosí y en la esquina de Moctezuma se detuvieron en el bar. Entraron.
Se ubicaron al fondo contra una de las paredes. Un gran espejo ovalado en marco de madera colgaba sobre sus cabezas.
Dos cortados y un café. El bolichero tomó el pedido como de mala gana y volvió rengueando hacia el mostrador.
El piso era de baldosas negras y cremita, como un gran tablero de ajedrez: las mesas y las sillas de madera maciza, los tres muchachos y los pocos parroquianos, como piezas tamaño real sobre los escaques del salón.
De atrás de la barra, un afiche distrajo apenas la atención de F.
Al rato, antes de que lleguen los demás, vieron a través de uno de los
ventanales como un patrullero y un auto particular se estacionaban frente al bar.
Los tres muchachos se miraron. F pareció exigirles calma. Fijó los ojos sobre la puerta de entrada, hacia donde ahora se dirigían los milicos: tres uniformados y tres de civil.
Intentaron continuar la charla lo mas tranquilos posible. Levantaron la voz incluso. Las inclemencias del tiempo.
El aire cálido se arremolinaba en las callecitas, formando diminutos huracanes de basura y algunas hojas secas.
Se respiraba pólvora.
La patota quedó en la vereda. Los de uniforme ingresaron al bar.
La partida entró firme pero cauta; fueron directo hacia ellos.
El de mayor edad era un criollo macizo y corpulento, con una barriga tan grande como sus espaldas, el bigote cano y las cejas tupidas. Los otros eran dos pibes jóvenes y se los veía nerviosos.
Un frío súbito congeló la escena por un instante. Luego los movimientos fueron lentos, como de western norteamericano.
F se levantó audaz y primerió. Tras de él sus compañeros. Los policías se pararon en seco sorprendidos. Los seis hombres llevaron sus manos a la cintura. Se midieron en un gran segundo: F que se identifica como personal policial. Recién entonces una frágil calma.
Antes de que se retiren, F se apartó y le hizo un comentario al mayor de los policías. Cosa de jefes.
El viejo enfiló para la puerta, y F volvió a la mesa con una mueca
extraña; un fulgor duro en los ojos.
J. y L lo miraron.
F se sentó, apuró el pocillo de un trago y sacó su atado de cigarrillos.
El cielo de William Morris dejaba caer las primeras gotas.
F los miró severo.
Buscó fuego en su campera y jugó, sin sacarlo, unos segundos con él entre sus dedos.
Por el cristal, los milicos charlaban en la puerta.
Acercó su cara con el cigarro colgado, tenso.
Afuera hubo un silencio.
Lo encendió.
Un refucilo que los estremeció, y el tronar implacable del cielo se confundió en la pesada noche.

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