TODA VIOLENCIA SE PAGA

En Ingeniero Budge, un barrio caliente del conurbano bonarense, la ley del ojo por ojo se complementa con formas de violencia encadenadas. Desde hace 3 años el sociólogo Javier Auyero, acompañado por Fernanda Berti, una maestra de escuela primaria, indagan en las nuevas formas de la violencia urbana y cuestionan la idea de un supuesto acostumbramiento de los jóvenes al crimen.
Por: Javier Auyero / María Fernanda Berti 

Una nota anfibia que mezcla la teoría académica con testimonios e historias desde adentro del barrio: agresiones criminales, domésticas y sexuales.Un adelanto del libro que prepara el académico argentino radicado en Estados Unidos.
En una escuela primaria de Ingeniero Budge, en la ribera del Riachuelo, a metros de la Capital Federal, Chaco colorea una nueva versión su dibujo favorito: un pibe chorro. La ilustración mezcla el cómic japonés con estética del conurbano bonaerense: el chico, de mirada desafiante, remera a rayas y pantalones rotos, lleva un revólver en la mano izquierda.

“Esta es una 22,” le muestra Chaco a la maestra. A los 13 años ya sabe distinguir entre una 9, una 22, una 38 y una 45. “Son muy distintas. Mi tío tiene una 22. Yo a veces voy con él, cuando sale a afanar. Voy de campana ¿Te conté que a mi otro tío lo mató la policía? Estaba robando un colectivo”.
A pesar de que su nivel de aprendizaje sea el de un niño de cuarto grado, a fin de año Chaco recibirá el certificado de primaria completa. 

Pasa los días en la escuela escuchando música en el celular. McCaco es su grupo favorito: Aunque digan que soy, Negro cumbiero donde voy, le doy gracias a Dios, por estar dónde estoy. Y voy a seguir bien fumanchao, y con mis ojos colorao, con los pibe en todos lado, porque ellos a mi me han dado...
Chaco, sus cuatros hermanos y la mamá viven en una casa de ladrillos a la vista y techos de chapa. 
Allí comparte un pequeño cuarto con los hermanos. Tatiana, la mamá, trabaja de empleada doméstica en la Capital Federal. De lunes a sábado, sale muy temprano, antes de que Chaco se levante para ir a la escuela; regresa alrededor de las nueve de la noche, poco antes de que Chaco se acueste. Con el sueldo de empleada doméstica, sumado a un programa social del gobierno, llega con lo justo a fin de mes.

El de Chaco es un mundo de carencias materiales y afectivas, y también un universo en el que la violencia interpersonal se hace presente con intermitente pero brutal frecuencia. No sólo en su barrio donde, según él, “son todos transas, se cagan a tiros todos los días,” sino en su hogar.
“Yo lo quiero ver muerto,” dice Chaco sobre su papá. “En casa falta todo, y él no hace nada. Duerme todo el día. Chupa un montón. 
Y encima se pelea con mi vieja”. Tatiana sufrió más de una vez la furia alcoholizada de su pareja. “La última vez casi la mata,” dice Chaco. Una vecina de la familia de Chaco describe una gresca doméstica: “El tipo la arrastró de los pelos por la calle, y la puteaba a los gritos. Por suerte la salvó un vecino. Ella tuvo mala suerte. Le cocina, le lava la ropa, y él es un vago. Dice que es remisero pero no hace nada”.

Chaco recuerda a la perfección la última vez que vio a su padre: “Desde que lo corrió con la cuchilla, él no apareció más. Es mejor que no vuelva nunca más”.
El turbulento mundo en el que Chaco vive y crece quizás explique sus amenazas reiteradas a los compañeros de clase: “Te voy a cagar a tiros,” “Te voy a pegar un tiro en la cabeza”, les grita simulando tener un revolver en sus manos. Quizás también sirva para entender el destino que él cree tener, un futuro similar al de los pibes chorros que dibuja: “Seño -le dice a su maestra- un día me vas a ver en la tele. Voy a robar un banco y me van a cagar a tiros. Me vas a ver, me va a matar la policía”.

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